Ocho siglos antes de Jesucristo, surgió en el Pueblo de Israel un profeta llamado Oseas, el cual, según los exégetas, forma parte del grupo de los doce profetas menores cuyos textos se incluyen en el bloque de libros de la Biblia del Antiguo Testamento.
En
el Antiguo Testamento en numerosas ocasiones cuando Dios revela su Alianza con
el Pueblo escogido, se utiliza el símil de la alianza establecida entre un
hombre y una mujer para toda la vida. En el Nuevo Testamento que se inicia con
el nacimiento de Jesús, se establece esa similitud entre Cristo y su Iglesia, y
entre el hombre y una mujer estableciendo esa alianza por tiempo perpetuo hasta
que la muerte los separa.
Me quiero detener en la
lectura del profeta Oseas que se está desarrollando en estos días del tiempo litúrgico
ordinario de la santa misa, Os 2, 16. 17-18. 21-22:
"Yo
conduciré a Israel, mi esposa infiel, al desierto
y
le hablaré al corazón.
Ella
me responderá allá,
como
cuando era joven,
como
el día en que salió de Egipto.
Aquel
día, palabra del Señor,
ella
me llamará 'Esposo mío',
y
no me volverá a decir 'Baal mío'.
Israel,
yo te desposaré conmigo para siempre.
Nos
uniremos en la justicia y la rectitud,
en
el amor constante y la ternura;
yo
te desposaré en la fidelidad
y
entonces tú conocerás al Señor''.
Esta
alianza entre los esposos, tan bella y firme como Dios con su Pueblo, y Cristo con
su Iglesia, es indisoluble en esos términos, que como veréis no se trata de una
indisolubilidad establecida a capricho por hombres y mujeres de la Iglesia,
sino revelada por Dios a través de sus profetas.
Es difícil de entender y de sobrellevar, es cierto, por ello no podemos vivir al margen de Dios, acudiendo a Él siempre, aún durmiendo.