Si alguien te anuncia que tiene un
día toledano, hay que darle gracias por el aviso y a continuación mantenerse
un poco alejado de él (o de ella) pues el horno
no está para bollos. En ese sentido hay personas, en el fondo muy amables,
que cuando están a punto de echarse a la yugular de alguien, aunque solo sea de
palabra, lo anuncian. Ellos mismos se advierten que faltarán a la caridad en
breves momentos. Sin embargo no siempre te encuentras a tu paso gente capaz de
tanto auto control como de avisar de su mal humor, pues lo normal es saltar con
los colmillos afilados al cuello del prójimo, sin motivo aparente, y les dura
el mal rollo bastante tiempo, porque se ha perdido por su cuerpo la humildad, y
no sabe que lo mejor es despertarla o reencontrarla en alguna vaso
sanguíneo sin importancia. Claro está que esto nos puede pasar a
cualquiera de nosotros pues cuando nos bulle la sangre, y en consecuencia nos
sube la presión o la acidez de estómago o cualquier otro síntoma que indica que
estamos encendidos como las brasas, somos capaces de herir a quien más
queremos. El regañar con el esposo, con los hijos o con los amigos del alma le
puede pasar al más santo o a la más santa, da igual la condición.
Así que en estos días de primavera en los que por fin despunta el calor
(en este hemisferio) puede producirse, en sentido figurado ¡por favor! aquella
expresión de una noche
toledana. Y vete aquí que lo que ocurrió en Toledo (España) allá por los
años 812, es decir en el siglo IX en plena invasión musulmana, fue que la
ciudad estaba sometida a un tirano llamado Jusuf-ben-Amru que dependía del Califa. Ese tal Jusuf dirigía con tiranía y a su
antojo la ciudad, poseyendo a las doncellas según su conveniencia. Los
habitantes se revelaron y lo mataron. Ante esa grave revuelta el Califa tenía
que enviar otro gobernador. Amru, padre de
Jusuf, pidió enmendar los errores de su hijo. Aquellas gentes de Toledo quedaron
de acuerdo porque Amru gobernó con paz. En ese ambiente laxo, sin embargo, el gobernador
montó un banquete nocturno, al cual acudieron gentes de bien y de la nobleza de
todas partes de la
comarca. En aquella noche cerrada, los invitados según iban caminando
por aquellas callejuelas, fueron sorprendidos uno a uno, pasados por la espada
y degollados, dejando un espectáculo esperpéntico y de terror. Se dice que 400
cabezas de sendos caballeros colgaban de las almenas del palacio del gobernador.
Al amanecer de aquella ciudad, el sobrecogimiento fue espantoso, tanto es así
que por siempre jamás quedó la frase de la noche
toledana para el recuerdo de
una noche de crueldad y de venganza.
Así que alerta! con las espadas en alto y además toledanas, vale más
alejarse de ellas, buscar la humildad en uno mismo aunque esté en el sitio que
más nos duela, y ponerla en práctica, teniendo en cuenta que la humildad
normalmente es aquella desconocida y en ocasiones su ejercicio produzca daños colaterales.